El diccionario del habla de mi hijo de tres años suma nuevas palabras todos los días. Adjetivos varios, como “delicioso”, “fabuloso”, “espectacular”, “apestoso”, “favorito” y “preferido” . También hay insólitos neologismos como “favorido”, curioso híbrido que licúa los dos últimos de la oración anterior.
Hace unos días, mientras cenábamos, estiré el brazo para alcanzar el salero y con el codo volteé la botella de gaseosa. El líquido oscuro se derramó por toda la mesa y brotó con vigor del envase de vidrio, producto de la agitación del gas. Perdido por perdido –porque el desastre ya era un hecho—, mientras la mesa chorreaba cocacola por los costados y del mantel plástico surgían burbujas y espuma, en lugar de apurarme a buscar un repasador me quedé quieto en mi asiento con la vista clavada en mi hijo, quien para mi sorpresa exclamó: “Uhh… qué despelote”.
R. también incorpora frases coloquiales, expresiones barriales de gran originalidad, algunas de ellas desconocidas incluso hasta para mí. La semana pasada, en la fiambrería, se divertía jugando a la mancha con los paquetes de los estantes. Mirando con complicidad al empleado que preparaba mi pedido del otro lado del mostrador, dije: “No toques, hijo, que sino el señor se puede enojar…”. Con gran solvencia actoral, el fiambrero abrazó el personaje que le había servido en bandeja e impostando la voz exclamó: “¿Qué anda pasando? Qué no me entere de que alguien está haciendo lío porque salto del otro lado y ‘se arma la chacha’, eh…”. Desde entonces R. no deja de repetir esa expresión, con tono amenazante.
También adopta un particular uso del verbo “necesitar”. Entre las cosas que a menudo “necesita” podrían enumerarse, invariablemente, ir a la plaza, golosinas y mirar Patrulla canina.
La crisis y la pandemia ha expulsado del barrio a dos de sus amigos más cercanos. El primero, un compañerito de Jardín, se fue a vivir junto al resto de su familia a los Estados Unidos el pasado marzo. El segundo es su primo, quien la semana pasada emigró a Tandil junto a mis cuñados. Para mi hijo debemos ir pronto a Tandil, porque para él ése es el único lugar que aloja a todos quienes, sencillamente, se van lejos. Una reducción similar realiza en términos de la concepción del tiempo. Cuando me pregunta si recuerdo algo, me dice: “¿Te acordás que a la mañana…?”. En su mente, el tiempo pasado transcurre en las mañanas.
Pero de todos los nuevos vocablos que engrosan la verbórrea de mi hijo mayor, ninguno me llama tanto la atención como las locuciones adverbiales. Las conjunciones son palabras o conjuntos de las mismas que funcionan como nexos para unir palabras, oraciones o proposiciones. Las conjunciones adverbiales constituyen la dimensión invariable de la palabra, morfemas independientes sin un significado léxico, que expresan las relaciones entre los elementos que las unen. Al decir “por supuesto” o “de acuerdo” (locuciones adverbiales de afirmación) o “tal vez” (locución de duda), R. me hace saber que ya forman parte de su diccionario. Tomo nota de ello y caigo en la cuenta de que mi hijo gradualmente comienza a ser hablado por el idioma de los adultos: un pequeño señor que responde y remata preguntas con elegancia diplomática.
El adverbio ha entrado en su vida. Una novedosa modulación de la lengua que ha llegado para aumentar el grosor de su diccionario. Y para ampliar su visión del mundo.
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